10 abril 2007

La entrevista

José María salió tranquilo de la estación de Metro, había sido previsor y tenía tiempo de sobra hasta la hora de la cita. Aún tenía que encontrar la calle y el portal, pero lo había buscado en un callejero y sabía que quedaba cerca. Caminaba incómodo con el traje, su único traje, que odiaba y sólo utilizaba para las entrevistas de trabajo y las bodas. Encontró rápidamente la dirección. Miró su reloj. Todavía quedaban 20 minutos hasta la hora convenida y decidió esperar en la calle. Era un barrio extraño de la periferia en el que nunca había estado, las casas abigarradas tenían un estilo arquitectónico distinto al común de otros barrios humildes de la gran ciudad. Parecía como si aquello fuera un pueblo que había sido engullido sin permiso por la inmensa urbe y se empeñaba en reivindicar su personalidad díscola. Se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y empezó a dar esas típicas vueltas cortitas que dan los que esperan, ya sea en una estación de tren o en un pasillo de hospital. Se fijó en grupo de indigentes, que conversaban entre risotadas y cartones de vino, alzando mucho la voz, mientras uno tiraba migas a las sucias palomas que daban vueltecitas tontas similares a las del propio José María.

Miró el reloj. Todavía quedaban diez minutos. Pensó en lo poco que sabía del puesto de trabajo para el que se iba a entrevistar. La chica que lo llamó por la mañana no supo o no quiso explicarle nada, y zanjó la lacónica conversación con una sentencia rotunda: “usted venga, le interesará y es importante”. Tras tantos meses sin trabajo y ante la escasez de empresas que se interesaban por hacerle una entrevista, no tuvo más remedio que aceptar a ciegas. Las siglas que le dijeron por teléfono como nombre de la corporación decían bastante poco y, además, las había olvidado ya. Y allí estaba, sin tener la más mínima idea de lo que era aquel lugar, pensando en que si tenían sus datos sería por una buena razón. “Por fin una empresa me busca a mí, y no al revés”, se animaba sonriendo irónicamente, con la íntima convicción de que el día presente supondría una desilusión más que sumar a su historial de oportunidades perdidas.

Por fin llegó la hora exacta y llamó al telefonillo, en el que descubrió con sorpresa la ausencia de una identificación empresarial, como suele ser lo corriente. Junto al botón del timbre sólo ponía 1ºB. No contestó nadie, simplemente abrieron la puerta desde arriba. Se encontró en un portal sucio con olor a cañerías atascadas, subió por la oscura escalera y vio la puerta de la oficina ya abierta. El interior no presentaba un aspecto más alentador, el papel pintado de las paredes estaba amarillento, los muebles baratos estaban viejos y las ventanas sucísimas, tanto que la luz entraba filtrada y brumosa. Una famélica recepcionista que estaba de espaldas al mostrador, colocando unos impresos, no oyó su saludo; lo repitió con voz más impostada y, todavía de espaldas, ella contestó desdeñosa un “ahora voy” desalentador. “En un momento le atienden, siéntese”, le dijo sin volverse hacia él, y desapareció por una puertecilla lateral sin haberle mostrado su rostro. No podía creer tanta falta de educación en alguien que precisamente se dedica a recibir personas. Se sentó en una silla vieja que crujía terriblemente, pero no tuvo tiempo ni de recostar la espalda, pues otra puerta lateral, situada justo enfrente de la que había usado la secretaria para escabullirse, se abrió, y de su interior salía una voz ronca de hombre que decía “entre de una vez”.

José María entró estupefacto, aunque pensó en salir corriendo de allí y unirse a los indigentes que alimentaban a las palomas. El despacho era aun más oscuro que la recepción, con una ventana cuyas cortinas estaban cerradas. Justo delante había un escritorio descomunal. El contraluz solo permitía ver una silueta de un hombre calvo y ancho. “Siéntese”, dijo la figura sin un rostro que pusiera humanidad a las palabras. José María obedeció y se sentó en un taburete ridículo que lo dejaba mucho más bajo que su interlocutor. Había estado en entrevistas realmente complicadas, con preguntas y situaciones absurdas, pero aquello era demasiado, porque se sentía atemorizado de verás. No se atrevió a hablar, pero la figura tampoco lo hacía. Se escuchaba el ruido de los papeles que el extraño entrevistador tenía entre manos y barajaba sin cesar. Por fin los dejó sobre la monstruosa mesa

–¿Está usted satisfecho con su vida? –preguntó de improviso la silueta al conmocionado José María.

–Mmm, buen…, a ver –intentaba encontrar las palabras para reconducir el despropósito al que asistía– supongo que sí, es decir, a veces uno se siente… ¿pero es necesario que…? –intentó en vano hilvanar una frase, pero no era capaz de sobreponerse a las circunstancias. De cualquier manera, el entrevistador interrumpió sus balbuceos.

–Sus referencias de anteriores entrevistas no son buenas: inseguridad, poca motivación, … No es usted lo suficientemente ambicioso, me temo que ha sido rechazado –y por encima del escritorio le alargó un papel que era en realidad su currículo, con un sello verde que decía “no apto”–. Salga, por favor.

Salió a la desierta recepción pensando que aquello era una broma, sin embargo no reunió el coraje suficiente para encararse con los responsables de la afrenta. Lo único que quería en esos momentos era salir de allí y regresar a su casa, donde las cosas tenían algo de sentido. Pensaba que se habrían equivocado de persona o que no se trataba de una oficina, sino de una secta que captaba adeptos. Por el camino, mientras viajaba en el metro hacia su casa, le daba vueltas a la situación kafkiana que acababa de vivir y no encontraba una explicación satisfactoria.

Se lo contó a su familia y amigos entre risas y bromas, pasaron los días y el asunto se le fue olvidando. Hasta que dos semanas más tarde, mientras hablaba con el responsable de la empresa a la que había llamado preguntando por un puesto vacante, le comunicaron que no podían concertar una entrevista porque figuraba en la lista de rechazados. “¿De qué lista me habla?” –acertó a preguntar, pero como única contestación recibió el sonido del teléfono al ser colgado. Esta situación imposible para su entendimiento se repitió mediante un correo electrónico remitido días después por el gerente de recursos humanos de otra empresa en donde aspiraba a trabajar: “su nombre figura en la lista, no podremos atenderle”. A cada paso que daba para encontrar trabajo, la estúpida lista siempre aparecía como una traicionera zancadilla. Intentó averiguar algo sobre ella, pero nadie quería hablar. Incluso volvió a la oficina del extrarradio donde la pesadilla había comenzado, pero allí no contestaba nadie. Poco a poco José Maria tuvo que admitir la terrible condena que Dios sabe quién le había impuesto: no le permitirían hacer más entrevistas de trabajo en toda su vida.

01 abril 2007

Síndrome

“Esta tarde, de puro aburrimiento, me he lavado las manos tres veces seguidas en el cuarto de baño”, leyó con azoro en el diario de Franz Kafka. Cerró el tomo con suave firmeza y en su rostro apareció una sonrisa reveladora de su propia vergüenza.

Se vio a sí mismo esa misma mañana, mientras intentaba recordar las palabras exactas del artículo del periódico que acababa de leer, tratando sin éxito de reproducir mentalmente la estructura de aquella frase que tanto le gustó. Pretendía usar los mismos adjetivos, verbos y nombres. No lo lograba, así que la releyó. Todavía lo haría cinco veces más a lo largo del día. Algo parecido le ocurría cada vez que elaboraba un pensamiento complejo: necesitaba repetírselo a sí mismo en voz alta para que la idea adquiriera la categoría de lo real, como si la ocurrencia se perdiera en el caos de su mente al no ser verbalizada. Lo penoso era que necesitaba enunciar la sentencia al menos de cinco formas distintas para quedarse satisfecho. También le vino a la cabeza la película que vio anoche, aquel plano en donde la protagonista adoptaba esa mueca tan atractiva. Hasta diez veces hizo retroceder la grabación para poder disfrutarla una vez más y, con suerte, poder descubrir un mínimo matiz pasado por alto. También pudo pensar, pero no lo hizo (las rutinas restan relevancia a los actos), que cada vez que salía de casa comprobaba hasta tres veces, volviendo a entrar después de haber cerrado ya con tres vueltas de llave, que no se había dejado ninguna luz encendida. Desde la calle aún dirigía una mirada hacia las ventanas para corroborarlo desde una nueva perspectiva.

Todos estos actos irracionales lo desesperaban profundamente, y sabía muy bien que obedecían a un trastorno obsesivo-compulsivo leve, manías, que suele decir la gente. Sin embargo, pese a su hartazgo de volver a cometer una y otra vez tales estupideces, no podía evitar volver a caer en la trampa que él mismo se había preparado. “Dies diem docet”, o eso dicen, tan magnífica sentencia a él no parecía funcionarle.

Salió a la terraza y disfrutó de la luz del sol, que esa fantástica mañana invitaba a olvidar el invierno. Trató de ordenar su confusa materia gris, reflexionando acerca de la posibilidad real de amarrar esos brotes de sinsentido que lo torturaban. “Soy inteligente, conozco mi problema y por tanto puedo solucionarlo”-pensaba con la lucidez propia de quien acepta sus limitaciones.

La concentración duró poco: tuvo que entrar de nuevo en casa para anotar en el cuaderno de tapas azules que su vecina del edificio de enfrente había regresado a casa a una hora imprevista.

23 enero 2007

La insoportable grandeza del ser

Leo en el periódico de ayer, papel caducado que el azar ha indultado en un revistero, una entrevista a Fernando Araújo, ex Ministro colombiano de Desarrollo secuestrado durante seis años por la guerrilla, hombre lúcido y elocuente, dueño de una serenidad que le ha permitido convertir el infierno del cautiverio en una experiencia enriquecedora, un forzado lapso en su vida para la superación personal. Durante esos años perdió la libertad y a su amor, que dejó de esperarle para poder casarse y tener hijos, pero gano la fortaleza de una voluntad infinita.

“¿Cómo va a recuperar el tiempo perdido? ¿Qué va a hacer ahora con su vida?”- pregunta el periodista-. Don Fernando responde con suma inteligencia, tanta que abruma: “No tengo el concepto de tiempo perdido. La vida es una sola. Yo tuve una vivencia y la vida sigue. Si lo trato de recuperar pierdo más el tiempo”.

Fernando Araújo supo frenar la nostalgia y la desesperación para dar empuje a una esperanza imposible que, finalmente, triunfó. Imaginó nuevos sueños para perseguirlos más adelante y cultivó una paciencia inconcebible. En sus palabras “quise salir de allí mejor de lo que entré” encuentro un imposible real, un abismo al que asomarse todos aquellos que creemos perder el tiempo.

30 diciembre 2006

Aquella Noche de Reyes

No era fácil dormir con aquella sensación de hiperactividad, pero tampoco quería hacerlo. Las sábanas y las mantas estaban retorcidas de tantas vueltas que había dado desde que su madre lo acostó temprano y puso en su mejilla un beso de buenas noches. Venían los Reyes Magos y, como todos los años, estaba decidido a sorprenderlos cuando entraran en casa. Esta vez no le vencería el sueño ni el temor, no, los descubriría justo cuando fueran a dejar los consabidos regalos bajo el abeto de plástico. Así podría convencer a esos necios compañeros de escuela que se empeñaban en proclamar su inexistencia. “Los Reyes son los padres”, decían ellos, pero él nunca lo creyó, quizá porque no podía concebir la pérdida de esa preciosa ilusión que había llenado tantas navidades. Su estómago dio un vuelco cuando escucho ruido en la entrada. Salió al pasillo descalzo, corriendo y con el pulso martilleando sus sienes. Encendió la luz de la entrada con una sonrisa nerviosa asomando en su boca. ¡Por fin lo había conseguido! Pero allí no había ningún mago de oriente. La sonrisa se desdibujó en un gesto de desconcierto ante lo que veía. Era su padre, pero la expresión de su rostro era nueva, amorfa, con un aire de total abandono. Estaba muy raro, ausente en su propio cuerpo. Por un instante pensó que estaba enfermo, aunque algo le decía que había algo más, no sabía qué, pero era algo de lo que avergonzarse. Lo vio avanzar hacia él tambaleándose, apoyado con torpeza a una de las paredes y torciendo los cuadros allí colgados mientras balbuceaba una letanía incomprensible. Las lágrimas ya le brotaban cuando pasó a su lado sin ni siquiera verlo. Quiso preguntarle qué le pasaba, pero las palabras no se abrieron paso a través de la garganta totalmente atenazada: no entendía qué estaba pasando, pero algo en su interior sabía que aquella extraña y novedosa situación significaba algo horrible que cambiaría su vida. Esa noche los reyes no dejaron nada en casa salvo los sollozos de su madre que se escuchaban tras la puerta del dormitorio y, después, un silencio de hielo.

Ésa fue la primera vez que lo vio bebido; luego vendrían muchas más, y ya nada fue lo mismo en casa. Y durante toda su vida habría de recordar la noche en que finalmente supo que los Reyes no existían, aunque nunca llegó a creer que fueran los padres.

03 diciembre 2006

Relato - Un día sin importancia

La mano tanteaba torpemente por encima de la mesilla para poder encontrar el despertador y detener su lacerante pitido electrónico, con el evidente riesgo de tirar la pequeña lámpara, la funda con las gafas o el vaso de agua medio vacío. Eran las siete en punto de la mañana. Con este gesto Amadeo Costa iniciaba un nuevo día de rutina. Se concedió cinco minutos más para poder abrazar la almohada e intentar repescar ese fantástico sueño que había dejado a medias y que, como siempre, no podía recordar. Se volvió a dormir por un minuto, ese minuto de sueño profundo y delicioso de quien se abandona a la pereza por un instante, pero rápidamente se incorporó sobresaltado con el temor de quedarse dormido y llegar tarde al trabajo. Apoyó los pies en sus pantuflas para evitar el frío suelo de terrazo y, con el primer movimiento, pisó sin querer el libro que había caído desde sus manos al suelo justo ocho horas atrás, cuando el sueño fue más fuerte que su interés por la trama de la novela.

Amadeo se movía como un autómata en el baño, siguiendo su pauta diaria de higiene, que implicaba una pasada de la maquinilla para igualar la barba, una ducha caliente que siempre alargaba más de lo necesario, la aplicación del desodorante en las axilas, un bastoncillo en los oídos y un vistazo rápido a las uñas de manos y pies por si necesitaban ser cortadas. Los dientes los limpiaba después de desayunar. Siempre tomaba zumo para empezar, natural en tiempo de cosecha de naranjas o de tetra-brick el resto del año, pero siempre el zumo era lo primero; después, tras un vistazo al reloj, continuaba con leche tibia y cereales o unas tostadas con mantequilla y mermelada, en función de lo que se hubiera demorado en el baño y, en consecuencia, del tiempo que le quedaba para salir de casa hasta las ocho menos diez. Ese día tenía tiempo, por lo que empezó a preparar las tostadas, algo mucho más elaborado que un simple cuenco con cereales, pero también bastante más sabroso. Cuando acabó, hizo la cama, se vistió con rapidez e informalidad (su trabajo no precisaba lo contrario), metió en la mochila la fiambrera que tenía preparada en la nevera desde la víspera, agarró las llaves, la cartera, el teléfono móvil, el libro que estaba en el suelo de la habitación y salió de casa hacia la estación. Si recapacitara un momento, seguro que le parecería increíble cómo un ser humano es capaz de hacer todas estas cosas con total precisión sin pensar en ellas, sin pararse por un momento a decidir si realmente uno quiere hacerlas.

No le gustaba escuchar música mientras caminaba por la ciudad, por lo que ese trayecto de diez minutos lo empleaba en soñar alguna cosa. Amadeo solía ensimismarse a menudo, pero especialmente cuando caminaba por la calle, y siempre le ocurría que se cruzaba con algún conocido sin verlo ni responder a su saludo hasta que la persona ya estaba delante de él, reconviniéndole amablemente su ya conocido despiste. Esa mañana su mente no la ocupaba ninguna fantasía pasajera sino algo mucho más ingrato, ya que el día anterior no le dio tiempo a terminar la columna sobre la seguridad en las cadenas de montaje para le revista de la compañía y temía la reprimenda y las prisas de su jefe. Concluyó que le daría tiempo a acabarla antes de la reunión de las diez y decidió no preocuparse más por el tema justo cuando se abrían las puertas del vagón del tren de cercanías. A esa hora no era fácil encontrar asiento, ya que los pasajeros eran numerosos, pero hubo suerte y dio con uno junto a la puerta, en donde se acurrucó y esta vez sí encendió el reproductor de mp3 para hacer más llevadero el largo viaje de una hora con dos transbordos.

A las nueve menos cinco llegaba al trabajo, siempre con un pequeño margen de error en función de las veleidades del metro. Tanto tiempo de trayecto le exasperaba al principio, cuando tuvo que aceptar este trabajo tan lejano de su domicilio ante la falta de oportunidades en su sector, pero ya se había acostumbrado a cubrir esas dos horas de viaje entre la ida y la vuelta con los pasatiempos típicos de los viajeros urbanitas: la música y la lectura. Casi agradecía tener esos momento sólo para él, sin posibilidad de hacer ninguna otra cosa que le distrajera de los personajes o de las melodías. Subió en el ascensor hasta el sexto piso, donde estaba el departamento de comunicación interna, dobló por el primer pasillo a la derecha y se sentó en su mesa a la vez que encendía el ordenador y echaba un vistazo a la hoja de asuntos urgentes y erratas que Marta, la secretaria, podría haberle dejado junto al teclado, pero no había nada. Parece que sería una mañana tranquila y que finalmente tendría tiempo de acabar su columna atrasada antes de la reunión de las 10. Así lo hizo, con la confianza que da desempeñar un trabajo rutinario, y al concluir marchó a la sala de juntas donde solamente había llegado Juanjo, otro redactor. Se saludaron tímidamente y cruzaron banalidades en forma de palabras hasta que empezaron a llegar el resto de redactores (tres más), junto con Marta la secretaria y don Claudio, el coordinador de comunicación de la compañía. Un cuarto de hora era suficiente para que el jefe distribuyera la carga de trabajo y expusiera las directrices de las nuevas acciones, que todos anotaban en sus libretas. De vuelta a su mesa, en silencio, Amadeo pensaba un día más que le sobrarían varias horas de su jornada para perder el tiempo de la manera más discreta posible, porque el trabajo solía ser muy escaso hasta la última hora de la tarde, en la cual siempre caía algún encargo urgente que ya no daba tiempo a terminar, cosa que le sacaba de quicio. Eso fue lo que ocurrió la tarde anterior con el artículo de las cadenas de montaje.

A las doce solía parar para tomar un café con los compañeros, aunque en realidad él siempre tomaba un té con leche y una manzana, pero bueno, “tomar café” era el nombre que se suele dar a este rito social, aunque alguien se coma un plato de callos con garbanzos. Las conversaciones eran forzadas y a veces ridículas, porque entre los redactores la casualidad había perpetrado una de las suyas, haciendo coincidir en el departamento de comunicación interna a las personas más introvertidas de toda la compañía, incluido él mismo. Dicen que la verdadera amistad se percibe cuando un silencio entre dos personas se toma como algo natural, que no molesta; bien, pues estaba claro que allí no había amistad alguna. A Amadeo le resultaban muy incómodos esos silencios, por eso a veces se excusaba de la cita con cualquier pretexto y siempre se marchaba el primero para seguir trabajando, o para hacer que trabajaba, porque ese día, tras la pausa de quince minutos, eran las doce y cuarto y ya tenía a punto la mayoría de los encargos. Parece que el día sería largo. Internet, el lavabo, el cuarto de suministros y la máquina de chucherías eran los lugares que durante toda la jornada le servían de paréntesis en su tedio, y que combinaba con habilidad para no llamar demasiado la atención sobre su falta de actividad profesional. Se acordó de los cómics de Superlópez que leía cuando era más joven, de cuando aquel oficinista gris que era el protagonista mataba el tiempo haciendo pajaritas de papel.

Por fin dieron las dos y media, momento en que los trabajadores paraban durante una hora para comer. Amadeo nunca usaba el comedor de la empresa y raramente iba al restaurante de la planta baja. Al cabo de un año de estar trabajando se dio cuenta de que lo que mejor le sentaba era ir a un parque cercano y comer sobre el césped o en un banco, ya hiciese frío o calor. Esto le valió cierto ostracismo en la empresa, pero el clima enrarecido entre los compañeros hacía que no le importara, se sentía bien bajo el cielo abierto, sin esas malditas luces fluorescentes que le mareaban con su parpadeo aleatorio. Al principio algún redactor le acompañaba, pero pronto se cansaron de la idea peregrina de Amadeo. Tampoco eso importaba ahora, porque durante los últimos dos meses, quizá por el buen tiempo, dos chicas de contabilidad se sentaban en otro banco próximo al que solía usar él. Una de ellas le gustaba y estaba reuniendo fuerzas para hablar con ella y quizá invitarla a salir. Tenía una belleza contenida y discreta, de esas que le hacen sentir a uno como el único ser capacitado para admirar una media sonrisa, una mueca graciosa o una mirada limpia que nadie más puede ver. Sí, estaba seguro, él, Amadeo, era la única persona capaz de ver algo bello en esos delgados dedos que se llevaban el sándwich a la boca. Ya se saludaban en el ascensor o en los picnics improvisados, pero nada trascendente, situación que a Amadeo le causaba un nudo en la garganta que le dificultaba poder tragar la frugal comida, preparada con tanto cariño en la víspera. Quizá ella sólo llegara a ser una de esas personas que, sin saberlo, influyen definitivamente en la vida de una persona introvertida, desde la distancia, sin la necesidad de que lleguen a intercambiar un saludo. No deja de ser curioso cómo alguien puede dejarnos su huella de manera involuntaria, y Amadeo pensaba que todas esas personas se asustarían si supieran el daño o la felicidad que causan simplemente con su existencia.

Siempre sobraba algo de tiempo hasta las tres y media, que era la hora de volver a su puesto, por lo que Amadeo solía leer un rato o pasear por el parque, que era bastante grande. Ese día, sin embargo, se quedó mirando pasar las nubes por entre las ramas de los árboles, tumbado en la hierba, creyendo adivinar formas que encajaba como en el juego del tetris. También le gustaba sentirse pequeño entre esos grandes ¿abedules?, la verdad es que no tenía idea de botánica, pero la naturaleza le hacía parecer insignificante y por ende también sus problemas, y esa era una gran sensación que podía sentirse incluso en un parque de la cuidad. Temiendo quedarse dormido, subió a la oficina.

El aburrimiento era insoportable y Amadeo había agotado su cuota de visitas al lavabo y a la máquina de café. Releyó los titulares de la prensa en Internet, sus blogs favoritos y comprobó el correo electrónico por décima vez. Recostado en su incómoda silla de oficina empezó a darle vueltas a una fantasía de las suyas, sin proponérselo, que su cabeza se fuera a otra parte era algo que le simplemente le solía ocurrir sin necesidad de que se estuviera aburriendo como ocurría en ese momento. Lo que también solía ocurrir era que las ensoñaciones no las elegía él, y a veces no eran nada gratas, como ahora. Empezó a ver su propio funeral, a sus padres, sus hermanos y amigos compungidos, llorando, lamentando la pérdida del ser querido después de un trágico accidente. La satisfacción de comprobar a través del dolor de los suyos lo que en el fondo su vida suponía para ellos era algo realmente mezquino, así que trato de desembarazarse de esos pensamientos cuanto antes. No podía más, pero todavía esperaba que apareciera don Claudio con el típico encargo traicionero y vespertino. No ocurrió, por lo que Amadeo tenía motivos de sentirse feliz cuando a las seis menos cinco apagó el ordenador y empezó a recoger su mesa. Se despidió de todo el mundo y se fue el primero, cosa que hacía mucho tiempo que se atrevía a hacer. Al pasar por el vestíbulo miró furtivamente hacia la chica de contabilidad para saludarla, pero ella no le vio pasar.

A las siete en punto llegaba a su casa, pero en vez de subir a ella lo que hacía siempre era doblar la esquina, avanzar una manzana, torcer por el pasaje comercial y visitar a sus padres, que vivían muy cerca. Estas visitas recurrentes le gustaban porque hacían muy feliz a su madre, que no veía a sus otros tres hijos muy a menudo al vivir éstos en otras provincias. Siempre se alegró de que el bueno de Amadeo se quedara a vivir en el barrio que le vio crecer. Sin embargo la rutina también marcaba estas visitas, en las que siempre se hablaba de lo mismo, del trabajo, de las compras pendientes y sobre todo de la comida. La mayor preocupación de la madre de Amadeo era saber si su hijo había comido bien ese día y lo que iba a hacer de cena. Muchas veces se llevaba algo que ella había le preparado para la fiambrera del día siguiente, cosa que no siempre agradecía, porque a Amadeo le gustaba llevar a él mismo sus pequeños asuntos. Tras la visita, que nunca era de más de media hora, Amadeo realizaba alguna pequeña compra de camino a casa y miraba en el teléfono móvil si algún amigo le había llamado para tomar una cerveza, cosa que rara vez ocurría al estar todos casados o emparejados, y también algo perezosos a la hora de salir de sus casas. No había mensajes, así que después de pasar por el ultramarinos para comprar pan para la cena, subió a casa y puso la televisión para oír alguna voz humana de fondo mientras hacía sus labores domésticas. Eran las ocho en punto. Una de las pocas cosas que a Amadeo le gustaba de su trabajo era que le dejaba cierto tiempo libre, no todo el que él quería, pero, como no había que hacer horas extras, sí el suficiente como para tener su casa ordenada y limpia, hacer su propia comida relajadamente y cultivar sus escasas aficiones con fruición. No era un maniático de la limpieza, ni mucho menos. Tenía un sistema que consistía en hacer una “labor” diaria, que bastaba para que todo pareciera impoluto sin estarlo en absoluto. Ese día se lo dedicó a los ácaros, de modo que pasó el aspirador por los pisos y limpió el polvo de los muebles. Terminaba cuando eran las ocho y media.

En la cocina, con la radio de fondo, Amadeo se afanaba en preparar algo rico para el día siguiente y para esa misma noche, todo a la vez. Fue de mucha utilidad aquel libro que le regaló un amigo, titulado “500 recetas para el Tupperware”, del cual ya había realizado la mayoría. Realmente disfrutaba cocinando para sí mismo, dedicar esfuerzos a algo que solo le aprovecharía a él tenía un punto hedonista que le gustaba. También le relajaba y le divertía. Amadeo se entretenía con poca cosa, casi siempre solo. Mientras el fuego hacía su trabajo con los alimentos, ya con todo controlado, llenó la regadera, abrió una cerveza y salió a la pequeña terraza del piso, donde regó sus tres macetas. No tenía buena mano para las plantas, que siempre se le morían con gran premura, cosa que no entendía porque seguía al pie de la letra los consejos de su padre para su correcto cuidado. Allí estaban las dos petunias y el geranio, con un aspecto macilento que le deprimió por momentos. Atardecía a las nueve y media, y a esa hora le gustaba mirar el color del cielo sobre los tejados de los edificios, en cuyas ventanas veía a las gentes que vivían, como él en ese instante, las pocas horas de asueto que les dejan las interminables jornadas laborales. Con la cerveza en la mano y sentado en el alféizar de la ventana que daba a la terraza, Amadeo miraba la placita donde jugaba de niño y vio a aquel chaval despreocupado que se divertía jugando a las chapas en el trocito de tierra del parque hasta hacía no tanto tiempo, mientras se preguntaba dónde se habían quedado esos años, quién se los había quitado tan rápidamente. Como decía la canción de uno de sus grupos favoritos, los jóvenes siempre piensan que pueden permitirse el lujo de perder el tiempo porque creen que es algo que les sobra, pero un día uno se levanta y se da cuenta de que han pasado diez años detrás de ti en los que no ha ocurrido nada.

A las diez ya tenía listos los menús y la cocina recogida, se llevó su cena en una bandeja para comer en el sofá mientras veía una película en DVD, que resultó aburridísima. En su afán por vivir a través de otros, siempre elegía películas de gran calado emocional, con personajes realistas y situaciones cotidianas que a veces le dejaban una huella indeleble que guardaba como un tesoro, y otras le dejaban frío. La de hoy era de éstas últimas, pero quizá no fuera por la película en sí, sino por la sensación que se había ido apoderando de él progresivamente y que había propiciado su falta de interés en la historia que se contaba. Era aquella vieja preocupación recurrente, que le asaltaba de improviso instalándose en el primer plano de su atención. Apagó el televisor y se quedó un momento mirando la negrura del cristal, pensando en si esa vida, su vida, no las que acababa de ver en una ficción, sino la suya propia, era la que una vez soñó; pensando en si realmente alguna vez soñó una vida, pensando en lo triste que sería vivir una vida que uno se ha encontrado como por accidente, pensando, en definitiva, las mismas cuestiones melancólicas que otros Amadeos de otras ciudades pensaban en esos momentos mirando la negrura de sus televisores. Se acostó a las once y media, treinta minutos después de lo acostumbrado, no sin antes recoger los platos de la cena, lavarse los dientes y apagar la lamparita de la mesilla de noche, cuyo conmutador emitió un “clic” que a Amadeo siempre le parecía que borraba mágicamente el recuerdo de un día más sin ninguna importancia.