Síndrome
“Esta tarde, de puro aburrimiento, me he lavado las manos tres veces seguidas en el cuarto de baño”, leyó con azoro en el diario de Franz Kafka. Cerró el tomo con suave firmeza y en su rostro apareció una sonrisa reveladora de su propia vergüenza.
Se vio a sí mismo esa misma mañana, mientras intentaba recordar las palabras exactas del artículo del periódico que acababa de leer, tratando sin éxito de reproducir mentalmente la estructura de aquella frase que tanto le gustó. Pretendía usar los mismos adjetivos, verbos y nombres. No lo lograba, así que la releyó. Todavía lo haría cinco veces más a lo largo del día. Algo parecido le ocurría cada vez que elaboraba un pensamiento complejo: necesitaba repetírselo a sí mismo en voz alta para que la idea adquiriera la categoría de lo real, como si la ocurrencia se perdiera en el caos de su mente al no ser verbalizada. Lo penoso era que necesitaba enunciar la sentencia al menos de cinco formas distintas para quedarse satisfecho. También le vino a la cabeza la película que vio anoche, aquel plano en donde la protagonista adoptaba esa mueca tan atractiva. Hasta diez veces hizo retroceder la grabación para poder disfrutarla una vez más y, con suerte, poder descubrir un mínimo matiz pasado por alto. También pudo pensar, pero no lo hizo (las rutinas restan relevancia a los actos), que cada vez que salía de casa comprobaba hasta tres veces, volviendo a entrar después de haber cerrado ya con tres vueltas de llave, que no se había dejado ninguna luz encendida. Desde la calle aún dirigía una mirada hacia las ventanas para corroborarlo desde una nueva perspectiva.
Todos estos actos irracionales lo desesperaban profundamente, y sabía muy bien que obedecían a un trastorno obsesivo-compulsivo leve, manías, que suele decir la gente. Sin embargo, pese a su hartazgo de volver a cometer una y otra vez tales estupideces, no podía evitar volver a caer en la trampa que él mismo se había preparado. “Dies diem docet”, o eso dicen, tan magnífica sentencia a él no parecía funcionarle.
Salió a la terraza y disfrutó de la luz del sol, que esa fantástica mañana invitaba a olvidar el invierno. Trató de ordenar su confusa materia gris, reflexionando acerca de la posibilidad real de amarrar esos brotes de sinsentido que lo torturaban. “Soy inteligente, conozco mi problema y por tanto puedo solucionarlo”-pensaba con la lucidez propia de quien acepta sus limitaciones.
La concentración duró poco: tuvo que entrar de nuevo en casa para anotar en el cuaderno de tapas azules que su vecina del edificio de enfrente había regresado a casa a una hora imprevista.
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