30 diciembre 2006

Aquella Noche de Reyes

No era fácil dormir con aquella sensación de hiperactividad, pero tampoco quería hacerlo. Las sábanas y las mantas estaban retorcidas de tantas vueltas que había dado desde que su madre lo acostó temprano y puso en su mejilla un beso de buenas noches. Venían los Reyes Magos y, como todos los años, estaba decidido a sorprenderlos cuando entraran en casa. Esta vez no le vencería el sueño ni el temor, no, los descubriría justo cuando fueran a dejar los consabidos regalos bajo el abeto de plástico. Así podría convencer a esos necios compañeros de escuela que se empeñaban en proclamar su inexistencia. “Los Reyes son los padres”, decían ellos, pero él nunca lo creyó, quizá porque no podía concebir la pérdida de esa preciosa ilusión que había llenado tantas navidades. Su estómago dio un vuelco cuando escucho ruido en la entrada. Salió al pasillo descalzo, corriendo y con el pulso martilleando sus sienes. Encendió la luz de la entrada con una sonrisa nerviosa asomando en su boca. ¡Por fin lo había conseguido! Pero allí no había ningún mago de oriente. La sonrisa se desdibujó en un gesto de desconcierto ante lo que veía. Era su padre, pero la expresión de su rostro era nueva, amorfa, con un aire de total abandono. Estaba muy raro, ausente en su propio cuerpo. Por un instante pensó que estaba enfermo, aunque algo le decía que había algo más, no sabía qué, pero era algo de lo que avergonzarse. Lo vio avanzar hacia él tambaleándose, apoyado con torpeza a una de las paredes y torciendo los cuadros allí colgados mientras balbuceaba una letanía incomprensible. Las lágrimas ya le brotaban cuando pasó a su lado sin ni siquiera verlo. Quiso preguntarle qué le pasaba, pero las palabras no se abrieron paso a través de la garganta totalmente atenazada: no entendía qué estaba pasando, pero algo en su interior sabía que aquella extraña y novedosa situación significaba algo horrible que cambiaría su vida. Esa noche los reyes no dejaron nada en casa salvo los sollozos de su madre que se escuchaban tras la puerta del dormitorio y, después, un silencio de hielo.

Ésa fue la primera vez que lo vio bebido; luego vendrían muchas más, y ya nada fue lo mismo en casa. Y durante toda su vida habría de recordar la noche en que finalmente supo que los Reyes no existían, aunque nunca llegó a creer que fueran los padres.

03 diciembre 2006

Relato - Un día sin importancia

La mano tanteaba torpemente por encima de la mesilla para poder encontrar el despertador y detener su lacerante pitido electrónico, con el evidente riesgo de tirar la pequeña lámpara, la funda con las gafas o el vaso de agua medio vacío. Eran las siete en punto de la mañana. Con este gesto Amadeo Costa iniciaba un nuevo día de rutina. Se concedió cinco minutos más para poder abrazar la almohada e intentar repescar ese fantástico sueño que había dejado a medias y que, como siempre, no podía recordar. Se volvió a dormir por un minuto, ese minuto de sueño profundo y delicioso de quien se abandona a la pereza por un instante, pero rápidamente se incorporó sobresaltado con el temor de quedarse dormido y llegar tarde al trabajo. Apoyó los pies en sus pantuflas para evitar el frío suelo de terrazo y, con el primer movimiento, pisó sin querer el libro que había caído desde sus manos al suelo justo ocho horas atrás, cuando el sueño fue más fuerte que su interés por la trama de la novela.

Amadeo se movía como un autómata en el baño, siguiendo su pauta diaria de higiene, que implicaba una pasada de la maquinilla para igualar la barba, una ducha caliente que siempre alargaba más de lo necesario, la aplicación del desodorante en las axilas, un bastoncillo en los oídos y un vistazo rápido a las uñas de manos y pies por si necesitaban ser cortadas. Los dientes los limpiaba después de desayunar. Siempre tomaba zumo para empezar, natural en tiempo de cosecha de naranjas o de tetra-brick el resto del año, pero siempre el zumo era lo primero; después, tras un vistazo al reloj, continuaba con leche tibia y cereales o unas tostadas con mantequilla y mermelada, en función de lo que se hubiera demorado en el baño y, en consecuencia, del tiempo que le quedaba para salir de casa hasta las ocho menos diez. Ese día tenía tiempo, por lo que empezó a preparar las tostadas, algo mucho más elaborado que un simple cuenco con cereales, pero también bastante más sabroso. Cuando acabó, hizo la cama, se vistió con rapidez e informalidad (su trabajo no precisaba lo contrario), metió en la mochila la fiambrera que tenía preparada en la nevera desde la víspera, agarró las llaves, la cartera, el teléfono móvil, el libro que estaba en el suelo de la habitación y salió de casa hacia la estación. Si recapacitara un momento, seguro que le parecería increíble cómo un ser humano es capaz de hacer todas estas cosas con total precisión sin pensar en ellas, sin pararse por un momento a decidir si realmente uno quiere hacerlas.

No le gustaba escuchar música mientras caminaba por la ciudad, por lo que ese trayecto de diez minutos lo empleaba en soñar alguna cosa. Amadeo solía ensimismarse a menudo, pero especialmente cuando caminaba por la calle, y siempre le ocurría que se cruzaba con algún conocido sin verlo ni responder a su saludo hasta que la persona ya estaba delante de él, reconviniéndole amablemente su ya conocido despiste. Esa mañana su mente no la ocupaba ninguna fantasía pasajera sino algo mucho más ingrato, ya que el día anterior no le dio tiempo a terminar la columna sobre la seguridad en las cadenas de montaje para le revista de la compañía y temía la reprimenda y las prisas de su jefe. Concluyó que le daría tiempo a acabarla antes de la reunión de las diez y decidió no preocuparse más por el tema justo cuando se abrían las puertas del vagón del tren de cercanías. A esa hora no era fácil encontrar asiento, ya que los pasajeros eran numerosos, pero hubo suerte y dio con uno junto a la puerta, en donde se acurrucó y esta vez sí encendió el reproductor de mp3 para hacer más llevadero el largo viaje de una hora con dos transbordos.

A las nueve menos cinco llegaba al trabajo, siempre con un pequeño margen de error en función de las veleidades del metro. Tanto tiempo de trayecto le exasperaba al principio, cuando tuvo que aceptar este trabajo tan lejano de su domicilio ante la falta de oportunidades en su sector, pero ya se había acostumbrado a cubrir esas dos horas de viaje entre la ida y la vuelta con los pasatiempos típicos de los viajeros urbanitas: la música y la lectura. Casi agradecía tener esos momento sólo para él, sin posibilidad de hacer ninguna otra cosa que le distrajera de los personajes o de las melodías. Subió en el ascensor hasta el sexto piso, donde estaba el departamento de comunicación interna, dobló por el primer pasillo a la derecha y se sentó en su mesa a la vez que encendía el ordenador y echaba un vistazo a la hoja de asuntos urgentes y erratas que Marta, la secretaria, podría haberle dejado junto al teclado, pero no había nada. Parece que sería una mañana tranquila y que finalmente tendría tiempo de acabar su columna atrasada antes de la reunión de las 10. Así lo hizo, con la confianza que da desempeñar un trabajo rutinario, y al concluir marchó a la sala de juntas donde solamente había llegado Juanjo, otro redactor. Se saludaron tímidamente y cruzaron banalidades en forma de palabras hasta que empezaron a llegar el resto de redactores (tres más), junto con Marta la secretaria y don Claudio, el coordinador de comunicación de la compañía. Un cuarto de hora era suficiente para que el jefe distribuyera la carga de trabajo y expusiera las directrices de las nuevas acciones, que todos anotaban en sus libretas. De vuelta a su mesa, en silencio, Amadeo pensaba un día más que le sobrarían varias horas de su jornada para perder el tiempo de la manera más discreta posible, porque el trabajo solía ser muy escaso hasta la última hora de la tarde, en la cual siempre caía algún encargo urgente que ya no daba tiempo a terminar, cosa que le sacaba de quicio. Eso fue lo que ocurrió la tarde anterior con el artículo de las cadenas de montaje.

A las doce solía parar para tomar un café con los compañeros, aunque en realidad él siempre tomaba un té con leche y una manzana, pero bueno, “tomar café” era el nombre que se suele dar a este rito social, aunque alguien se coma un plato de callos con garbanzos. Las conversaciones eran forzadas y a veces ridículas, porque entre los redactores la casualidad había perpetrado una de las suyas, haciendo coincidir en el departamento de comunicación interna a las personas más introvertidas de toda la compañía, incluido él mismo. Dicen que la verdadera amistad se percibe cuando un silencio entre dos personas se toma como algo natural, que no molesta; bien, pues estaba claro que allí no había amistad alguna. A Amadeo le resultaban muy incómodos esos silencios, por eso a veces se excusaba de la cita con cualquier pretexto y siempre se marchaba el primero para seguir trabajando, o para hacer que trabajaba, porque ese día, tras la pausa de quince minutos, eran las doce y cuarto y ya tenía a punto la mayoría de los encargos. Parece que el día sería largo. Internet, el lavabo, el cuarto de suministros y la máquina de chucherías eran los lugares que durante toda la jornada le servían de paréntesis en su tedio, y que combinaba con habilidad para no llamar demasiado la atención sobre su falta de actividad profesional. Se acordó de los cómics de Superlópez que leía cuando era más joven, de cuando aquel oficinista gris que era el protagonista mataba el tiempo haciendo pajaritas de papel.

Por fin dieron las dos y media, momento en que los trabajadores paraban durante una hora para comer. Amadeo nunca usaba el comedor de la empresa y raramente iba al restaurante de la planta baja. Al cabo de un año de estar trabajando se dio cuenta de que lo que mejor le sentaba era ir a un parque cercano y comer sobre el césped o en un banco, ya hiciese frío o calor. Esto le valió cierto ostracismo en la empresa, pero el clima enrarecido entre los compañeros hacía que no le importara, se sentía bien bajo el cielo abierto, sin esas malditas luces fluorescentes que le mareaban con su parpadeo aleatorio. Al principio algún redactor le acompañaba, pero pronto se cansaron de la idea peregrina de Amadeo. Tampoco eso importaba ahora, porque durante los últimos dos meses, quizá por el buen tiempo, dos chicas de contabilidad se sentaban en otro banco próximo al que solía usar él. Una de ellas le gustaba y estaba reuniendo fuerzas para hablar con ella y quizá invitarla a salir. Tenía una belleza contenida y discreta, de esas que le hacen sentir a uno como el único ser capacitado para admirar una media sonrisa, una mueca graciosa o una mirada limpia que nadie más puede ver. Sí, estaba seguro, él, Amadeo, era la única persona capaz de ver algo bello en esos delgados dedos que se llevaban el sándwich a la boca. Ya se saludaban en el ascensor o en los picnics improvisados, pero nada trascendente, situación que a Amadeo le causaba un nudo en la garganta que le dificultaba poder tragar la frugal comida, preparada con tanto cariño en la víspera. Quizá ella sólo llegara a ser una de esas personas que, sin saberlo, influyen definitivamente en la vida de una persona introvertida, desde la distancia, sin la necesidad de que lleguen a intercambiar un saludo. No deja de ser curioso cómo alguien puede dejarnos su huella de manera involuntaria, y Amadeo pensaba que todas esas personas se asustarían si supieran el daño o la felicidad que causan simplemente con su existencia.

Siempre sobraba algo de tiempo hasta las tres y media, que era la hora de volver a su puesto, por lo que Amadeo solía leer un rato o pasear por el parque, que era bastante grande. Ese día, sin embargo, se quedó mirando pasar las nubes por entre las ramas de los árboles, tumbado en la hierba, creyendo adivinar formas que encajaba como en el juego del tetris. También le gustaba sentirse pequeño entre esos grandes ¿abedules?, la verdad es que no tenía idea de botánica, pero la naturaleza le hacía parecer insignificante y por ende también sus problemas, y esa era una gran sensación que podía sentirse incluso en un parque de la cuidad. Temiendo quedarse dormido, subió a la oficina.

El aburrimiento era insoportable y Amadeo había agotado su cuota de visitas al lavabo y a la máquina de café. Releyó los titulares de la prensa en Internet, sus blogs favoritos y comprobó el correo electrónico por décima vez. Recostado en su incómoda silla de oficina empezó a darle vueltas a una fantasía de las suyas, sin proponérselo, que su cabeza se fuera a otra parte era algo que le simplemente le solía ocurrir sin necesidad de que se estuviera aburriendo como ocurría en ese momento. Lo que también solía ocurrir era que las ensoñaciones no las elegía él, y a veces no eran nada gratas, como ahora. Empezó a ver su propio funeral, a sus padres, sus hermanos y amigos compungidos, llorando, lamentando la pérdida del ser querido después de un trágico accidente. La satisfacción de comprobar a través del dolor de los suyos lo que en el fondo su vida suponía para ellos era algo realmente mezquino, así que trato de desembarazarse de esos pensamientos cuanto antes. No podía más, pero todavía esperaba que apareciera don Claudio con el típico encargo traicionero y vespertino. No ocurrió, por lo que Amadeo tenía motivos de sentirse feliz cuando a las seis menos cinco apagó el ordenador y empezó a recoger su mesa. Se despidió de todo el mundo y se fue el primero, cosa que hacía mucho tiempo que se atrevía a hacer. Al pasar por el vestíbulo miró furtivamente hacia la chica de contabilidad para saludarla, pero ella no le vio pasar.

A las siete en punto llegaba a su casa, pero en vez de subir a ella lo que hacía siempre era doblar la esquina, avanzar una manzana, torcer por el pasaje comercial y visitar a sus padres, que vivían muy cerca. Estas visitas recurrentes le gustaban porque hacían muy feliz a su madre, que no veía a sus otros tres hijos muy a menudo al vivir éstos en otras provincias. Siempre se alegró de que el bueno de Amadeo se quedara a vivir en el barrio que le vio crecer. Sin embargo la rutina también marcaba estas visitas, en las que siempre se hablaba de lo mismo, del trabajo, de las compras pendientes y sobre todo de la comida. La mayor preocupación de la madre de Amadeo era saber si su hijo había comido bien ese día y lo que iba a hacer de cena. Muchas veces se llevaba algo que ella había le preparado para la fiambrera del día siguiente, cosa que no siempre agradecía, porque a Amadeo le gustaba llevar a él mismo sus pequeños asuntos. Tras la visita, que nunca era de más de media hora, Amadeo realizaba alguna pequeña compra de camino a casa y miraba en el teléfono móvil si algún amigo le había llamado para tomar una cerveza, cosa que rara vez ocurría al estar todos casados o emparejados, y también algo perezosos a la hora de salir de sus casas. No había mensajes, así que después de pasar por el ultramarinos para comprar pan para la cena, subió a casa y puso la televisión para oír alguna voz humana de fondo mientras hacía sus labores domésticas. Eran las ocho en punto. Una de las pocas cosas que a Amadeo le gustaba de su trabajo era que le dejaba cierto tiempo libre, no todo el que él quería, pero, como no había que hacer horas extras, sí el suficiente como para tener su casa ordenada y limpia, hacer su propia comida relajadamente y cultivar sus escasas aficiones con fruición. No era un maniático de la limpieza, ni mucho menos. Tenía un sistema que consistía en hacer una “labor” diaria, que bastaba para que todo pareciera impoluto sin estarlo en absoluto. Ese día se lo dedicó a los ácaros, de modo que pasó el aspirador por los pisos y limpió el polvo de los muebles. Terminaba cuando eran las ocho y media.

En la cocina, con la radio de fondo, Amadeo se afanaba en preparar algo rico para el día siguiente y para esa misma noche, todo a la vez. Fue de mucha utilidad aquel libro que le regaló un amigo, titulado “500 recetas para el Tupperware”, del cual ya había realizado la mayoría. Realmente disfrutaba cocinando para sí mismo, dedicar esfuerzos a algo que solo le aprovecharía a él tenía un punto hedonista que le gustaba. También le relajaba y le divertía. Amadeo se entretenía con poca cosa, casi siempre solo. Mientras el fuego hacía su trabajo con los alimentos, ya con todo controlado, llenó la regadera, abrió una cerveza y salió a la pequeña terraza del piso, donde regó sus tres macetas. No tenía buena mano para las plantas, que siempre se le morían con gran premura, cosa que no entendía porque seguía al pie de la letra los consejos de su padre para su correcto cuidado. Allí estaban las dos petunias y el geranio, con un aspecto macilento que le deprimió por momentos. Atardecía a las nueve y media, y a esa hora le gustaba mirar el color del cielo sobre los tejados de los edificios, en cuyas ventanas veía a las gentes que vivían, como él en ese instante, las pocas horas de asueto que les dejan las interminables jornadas laborales. Con la cerveza en la mano y sentado en el alféizar de la ventana que daba a la terraza, Amadeo miraba la placita donde jugaba de niño y vio a aquel chaval despreocupado que se divertía jugando a las chapas en el trocito de tierra del parque hasta hacía no tanto tiempo, mientras se preguntaba dónde se habían quedado esos años, quién se los había quitado tan rápidamente. Como decía la canción de uno de sus grupos favoritos, los jóvenes siempre piensan que pueden permitirse el lujo de perder el tiempo porque creen que es algo que les sobra, pero un día uno se levanta y se da cuenta de que han pasado diez años detrás de ti en los que no ha ocurrido nada.

A las diez ya tenía listos los menús y la cocina recogida, se llevó su cena en una bandeja para comer en el sofá mientras veía una película en DVD, que resultó aburridísima. En su afán por vivir a través de otros, siempre elegía películas de gran calado emocional, con personajes realistas y situaciones cotidianas que a veces le dejaban una huella indeleble que guardaba como un tesoro, y otras le dejaban frío. La de hoy era de éstas últimas, pero quizá no fuera por la película en sí, sino por la sensación que se había ido apoderando de él progresivamente y que había propiciado su falta de interés en la historia que se contaba. Era aquella vieja preocupación recurrente, que le asaltaba de improviso instalándose en el primer plano de su atención. Apagó el televisor y se quedó un momento mirando la negrura del cristal, pensando en si esa vida, su vida, no las que acababa de ver en una ficción, sino la suya propia, era la que una vez soñó; pensando en si realmente alguna vez soñó una vida, pensando en lo triste que sería vivir una vida que uno se ha encontrado como por accidente, pensando, en definitiva, las mismas cuestiones melancólicas que otros Amadeos de otras ciudades pensaban en esos momentos mirando la negrura de sus televisores. Se acostó a las once y media, treinta minutos después de lo acostumbrado, no sin antes recoger los platos de la cena, lavarse los dientes y apagar la lamparita de la mesilla de noche, cuyo conmutador emitió un “clic” que a Amadeo siempre le parecía que borraba mágicamente el recuerdo de un día más sin ninguna importancia.