10 abril 2007

La entrevista

José María salió tranquilo de la estación de Metro, había sido previsor y tenía tiempo de sobra hasta la hora de la cita. Aún tenía que encontrar la calle y el portal, pero lo había buscado en un callejero y sabía que quedaba cerca. Caminaba incómodo con el traje, su único traje, que odiaba y sólo utilizaba para las entrevistas de trabajo y las bodas. Encontró rápidamente la dirección. Miró su reloj. Todavía quedaban 20 minutos hasta la hora convenida y decidió esperar en la calle. Era un barrio extraño de la periferia en el que nunca había estado, las casas abigarradas tenían un estilo arquitectónico distinto al común de otros barrios humildes de la gran ciudad. Parecía como si aquello fuera un pueblo que había sido engullido sin permiso por la inmensa urbe y se empeñaba en reivindicar su personalidad díscola. Se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y empezó a dar esas típicas vueltas cortitas que dan los que esperan, ya sea en una estación de tren o en un pasillo de hospital. Se fijó en grupo de indigentes, que conversaban entre risotadas y cartones de vino, alzando mucho la voz, mientras uno tiraba migas a las sucias palomas que daban vueltecitas tontas similares a las del propio José María.

Miró el reloj. Todavía quedaban diez minutos. Pensó en lo poco que sabía del puesto de trabajo para el que se iba a entrevistar. La chica que lo llamó por la mañana no supo o no quiso explicarle nada, y zanjó la lacónica conversación con una sentencia rotunda: “usted venga, le interesará y es importante”. Tras tantos meses sin trabajo y ante la escasez de empresas que se interesaban por hacerle una entrevista, no tuvo más remedio que aceptar a ciegas. Las siglas que le dijeron por teléfono como nombre de la corporación decían bastante poco y, además, las había olvidado ya. Y allí estaba, sin tener la más mínima idea de lo que era aquel lugar, pensando en que si tenían sus datos sería por una buena razón. “Por fin una empresa me busca a mí, y no al revés”, se animaba sonriendo irónicamente, con la íntima convicción de que el día presente supondría una desilusión más que sumar a su historial de oportunidades perdidas.

Por fin llegó la hora exacta y llamó al telefonillo, en el que descubrió con sorpresa la ausencia de una identificación empresarial, como suele ser lo corriente. Junto al botón del timbre sólo ponía 1ºB. No contestó nadie, simplemente abrieron la puerta desde arriba. Se encontró en un portal sucio con olor a cañerías atascadas, subió por la oscura escalera y vio la puerta de la oficina ya abierta. El interior no presentaba un aspecto más alentador, el papel pintado de las paredes estaba amarillento, los muebles baratos estaban viejos y las ventanas sucísimas, tanto que la luz entraba filtrada y brumosa. Una famélica recepcionista que estaba de espaldas al mostrador, colocando unos impresos, no oyó su saludo; lo repitió con voz más impostada y, todavía de espaldas, ella contestó desdeñosa un “ahora voy” desalentador. “En un momento le atienden, siéntese”, le dijo sin volverse hacia él, y desapareció por una puertecilla lateral sin haberle mostrado su rostro. No podía creer tanta falta de educación en alguien que precisamente se dedica a recibir personas. Se sentó en una silla vieja que crujía terriblemente, pero no tuvo tiempo ni de recostar la espalda, pues otra puerta lateral, situada justo enfrente de la que había usado la secretaria para escabullirse, se abrió, y de su interior salía una voz ronca de hombre que decía “entre de una vez”.

José María entró estupefacto, aunque pensó en salir corriendo de allí y unirse a los indigentes que alimentaban a las palomas. El despacho era aun más oscuro que la recepción, con una ventana cuyas cortinas estaban cerradas. Justo delante había un escritorio descomunal. El contraluz solo permitía ver una silueta de un hombre calvo y ancho. “Siéntese”, dijo la figura sin un rostro que pusiera humanidad a las palabras. José María obedeció y se sentó en un taburete ridículo que lo dejaba mucho más bajo que su interlocutor. Había estado en entrevistas realmente complicadas, con preguntas y situaciones absurdas, pero aquello era demasiado, porque se sentía atemorizado de verás. No se atrevió a hablar, pero la figura tampoco lo hacía. Se escuchaba el ruido de los papeles que el extraño entrevistador tenía entre manos y barajaba sin cesar. Por fin los dejó sobre la monstruosa mesa

–¿Está usted satisfecho con su vida? –preguntó de improviso la silueta al conmocionado José María.

–Mmm, buen…, a ver –intentaba encontrar las palabras para reconducir el despropósito al que asistía– supongo que sí, es decir, a veces uno se siente… ¿pero es necesario que…? –intentó en vano hilvanar una frase, pero no era capaz de sobreponerse a las circunstancias. De cualquier manera, el entrevistador interrumpió sus balbuceos.

–Sus referencias de anteriores entrevistas no son buenas: inseguridad, poca motivación, … No es usted lo suficientemente ambicioso, me temo que ha sido rechazado –y por encima del escritorio le alargó un papel que era en realidad su currículo, con un sello verde que decía “no apto”–. Salga, por favor.

Salió a la desierta recepción pensando que aquello era una broma, sin embargo no reunió el coraje suficiente para encararse con los responsables de la afrenta. Lo único que quería en esos momentos era salir de allí y regresar a su casa, donde las cosas tenían algo de sentido. Pensaba que se habrían equivocado de persona o que no se trataba de una oficina, sino de una secta que captaba adeptos. Por el camino, mientras viajaba en el metro hacia su casa, le daba vueltas a la situación kafkiana que acababa de vivir y no encontraba una explicación satisfactoria.

Se lo contó a su familia y amigos entre risas y bromas, pasaron los días y el asunto se le fue olvidando. Hasta que dos semanas más tarde, mientras hablaba con el responsable de la empresa a la que había llamado preguntando por un puesto vacante, le comunicaron que no podían concertar una entrevista porque figuraba en la lista de rechazados. “¿De qué lista me habla?” –acertó a preguntar, pero como única contestación recibió el sonido del teléfono al ser colgado. Esta situación imposible para su entendimiento se repitió mediante un correo electrónico remitido días después por el gerente de recursos humanos de otra empresa en donde aspiraba a trabajar: “su nombre figura en la lista, no podremos atenderle”. A cada paso que daba para encontrar trabajo, la estúpida lista siempre aparecía como una traicionera zancadilla. Intentó averiguar algo sobre ella, pero nadie quería hablar. Incluso volvió a la oficina del extrarradio donde la pesadilla había comenzado, pero allí no contestaba nadie. Poco a poco José Maria tuvo que admitir la terrible condena que Dios sabe quién le había impuesto: no le permitirían hacer más entrevistas de trabajo en toda su vida.

01 abril 2007

Síndrome

“Esta tarde, de puro aburrimiento, me he lavado las manos tres veces seguidas en el cuarto de baño”, leyó con azoro en el diario de Franz Kafka. Cerró el tomo con suave firmeza y en su rostro apareció una sonrisa reveladora de su propia vergüenza.

Se vio a sí mismo esa misma mañana, mientras intentaba recordar las palabras exactas del artículo del periódico que acababa de leer, tratando sin éxito de reproducir mentalmente la estructura de aquella frase que tanto le gustó. Pretendía usar los mismos adjetivos, verbos y nombres. No lo lograba, así que la releyó. Todavía lo haría cinco veces más a lo largo del día. Algo parecido le ocurría cada vez que elaboraba un pensamiento complejo: necesitaba repetírselo a sí mismo en voz alta para que la idea adquiriera la categoría de lo real, como si la ocurrencia se perdiera en el caos de su mente al no ser verbalizada. Lo penoso era que necesitaba enunciar la sentencia al menos de cinco formas distintas para quedarse satisfecho. También le vino a la cabeza la película que vio anoche, aquel plano en donde la protagonista adoptaba esa mueca tan atractiva. Hasta diez veces hizo retroceder la grabación para poder disfrutarla una vez más y, con suerte, poder descubrir un mínimo matiz pasado por alto. También pudo pensar, pero no lo hizo (las rutinas restan relevancia a los actos), que cada vez que salía de casa comprobaba hasta tres veces, volviendo a entrar después de haber cerrado ya con tres vueltas de llave, que no se había dejado ninguna luz encendida. Desde la calle aún dirigía una mirada hacia las ventanas para corroborarlo desde una nueva perspectiva.

Todos estos actos irracionales lo desesperaban profundamente, y sabía muy bien que obedecían a un trastorno obsesivo-compulsivo leve, manías, que suele decir la gente. Sin embargo, pese a su hartazgo de volver a cometer una y otra vez tales estupideces, no podía evitar volver a caer en la trampa que él mismo se había preparado. “Dies diem docet”, o eso dicen, tan magnífica sentencia a él no parecía funcionarle.

Salió a la terraza y disfrutó de la luz del sol, que esa fantástica mañana invitaba a olvidar el invierno. Trató de ordenar su confusa materia gris, reflexionando acerca de la posibilidad real de amarrar esos brotes de sinsentido que lo torturaban. “Soy inteligente, conozco mi problema y por tanto puedo solucionarlo”-pensaba con la lucidez propia de quien acepta sus limitaciones.

La concentración duró poco: tuvo que entrar de nuevo en casa para anotar en el cuaderno de tapas azules que su vecina del edificio de enfrente había regresado a casa a una hora imprevista.